miércoles, 15 de abril de 2015

A 35 años de la muerte de Jean Paul Sartre

Un intelectual perverso y polimorfo (*)


Por Mariano Pacheco**
(Nota publicada en Contrahegemonía web)


Perversa y polimorfa si las hay, la figura de Jean Paul Sartre no deja de interpelarnos.


Si partimos de la conceptualización psicoanalítica realizada por Sigmund Freud, la perversión-polimórfica nos remite a las diversas formas, distintas a la norma. Y qué duda cabe que Sastre (junto a Simone de Beauvoir) fue un gran quebrantador de las normas de su época.
No importa que luego haya sido tomado para el cachetazo por todos los pensadores franceses que aun hoy tienen primacía en la academia y en gran parte del mundo intelectual. No se trata, de todos modos, de contraponer su figura a la de sus pares contemporáneos, que –tanto como él– continúan diciéndonos tantos cosas (pensadores que escribieron por Sartre, más allá de que muchas veces su producción estuvo contra él). Sí se trata de rescatar a Sartre de cierto “olvido” o de tantas lecturas apresuradas –más allá de que esta también lo sea– que suelen reducirlo a un dogmatismo intolerable.
¿Cómo no hacernos eco de frases como “nuestra intención es contribuir a que se produzcan ciertos cambios en la sociedad que nos rodea” o “nos colocamos al lado de quienes quieren cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo”? Ambas frases pertenecen a su clásico libro de posguerra, ¿Qué es la literatura?, publicado como Situation IV. Libro en el cual también arroja esta otra frase canónica: “¿Cómo –dicen– es que eso de escribir compromete?”. El compromiso del escritor, he aquí el inicio de un mal entendido. Porque más allá de su posición personal durante los 60 y 70 (su visita a la Cuba revolucionaria, junto a Simone de Beauvoir; su prólogo a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon; su rol durante el mayo francés; sus discursos a los obreros en la puerta de la fábrica Peugeot –subido a un barril– mientras se desarrolla un conflicto sindical, por marcar sólo los hitos más conocidos, más destacados), su teoría del compromiso poco y nada tiene que ver con lo que suele “divulgarse” bajo el mote de intelectual comprometido. En primer lugar, porque el compromiso es una posición existencial, que excede la opción política (léase: es comprometido quien dice tener ideas de izquierda). Se puede estar comprometido con la derecha o, más aun –nos dice Sastre– la abstención de posición también es una elección. Veamos, además, que Sartre habla de “contribuir” y “colocarse al lado”. Nada que ver con esa figura vanguardista del intelectual comprometido como aquel que ejerce la dirección del proceso.
No sólo se le ha criticado a Sartre que esa figura del compromiso estaba teñida de un intelectualismo vanguardista, sino que se sostuviera sobre principios de una libertad incondicionada, eterna. Sin embargo, cuando se refiere a este tema, sus conclusiones son contundentes (en sentido contrario al que se le critica). Dice: “Totalmente condicionado por su clase, su salario, la naturaleza de su trabajo, condicionado hasta en sus sentimientos, hasta en sus pensamientos, a él le toca decidir el sentido de su condición y la de sus camaradas y es él quien, libremente, da al proletariado su porvenir de humillación sin tregua o de conquista y de victoria, según se elija resignado o revolucionario; y es de esta elección de lo que es responsable”. Como se ve, el obrero también está comprometido. Y algunos años más tarde (en 1955), en una entrevista realizada a propósito de su obra teatral Nekrassof, sostiene: “Hoy lo que importa es situar los conflictos humanos en situaciones históricas y demostrar cómo dependen de ellas. Nuestros temas deben ser sociales, pues son los temas mayores del mundo en el cual vivimos...”.
En cuanto a escribir, Sartre nunca deja de sostener que es un oficio. ¿Qué es un escritor? Simple: un hombre entre los hombres, según define en su autobiografía Las palabras. Escribir, nos dice, es actuar. Y porque la palabra es acción, puede aportar a producir ciertos cambios en la sociedad. La palabra puede ser un arma en el combate por la emancipación. Claro, se podrá objetar: ¡Mientras unos actúan poniendo el pellejo otros lo hacen desde su escritorio! Pero también en esto Sartre es claro, no vacila: “Llega el día en que la pluma se ve obligada a detenerse y es necesario entonces que el escritor tome las armas... La escritura lanza al escritor a la batalla”. Lo arroja al combate, entre otras cosas, porque la literatura (en sentido amplio), es como un llamamiento. Se escribe para que otros lean. Por eso, porque no se escribe para esclavos, es que escribir es, también, cierta forma de querer la libertad, de luchar por ella. No es que haya que elegir entre un fin u otro. Los fines se inventan –insiste Sartre–. “El hombre tiene que inventar cada día”. Una utopía, sí, puede ser: escribir para un público que tenga la libertad de cambiarlo todo. Una utopía que no niega, sin embargo, los desafíos organizativos y políticos que presenta la guerra. De hecho, alguna vez supo señalar que la necesidad de formar cuadros para intervenir en funciones especializadas como la industria, el periodismo, etc., entraban en tensión con el principio de una comunidad que produce sus valores. Tensiones que, más que dejarlas a un lado, fueron incorporadas como parte constitutiva de sus intentos narrativos. Por ejemplo, con su propuesta de narrativa situada: que no ofreciera respuestas tranquilizadoras, sino que inquietara; que dejara dudas y esperas por todas partes, que obligara al lector a gestarse sus propias conjeturas (que fueran, a su vez, un punto de vista más entre las perspectivas de los personajes), en fin, obras que irritaran porque proponen tareas incumplidas, inconclusas, obligando al lector a asistir a “experiencias cuyo desenlace es incierto”.
Finalmente, Sartre nos interpela –también– porque no puede dejar de resonar en nuestras cabezas su otra célebre frase, esa de la Crítica de la razón dialéctica: “el marxismo, lejos de estar agotado, es aún muy joven, casi está en la infancia, apenas si ha llegado a desarrollarse. Sigue siendo, pues, la filosofía de nuestro tiempo; es insuperable porque aún no han sido superadas las circunstancias que lo engendraron”. Mucha agua ha pasado ya por debajo de los puentes y no me animaría a sostener, hoy, que definirse como marxista allane muchos caminos, ni que facilite mucho las cosas. Sin embargo sigue siendo (el marxismo) indispensable, si es que pretendemos continuar sosteniendo una perspectiva de clase, no dogmática, pero sí radical, en cuanto a no dejar de reconocer la centralidad que el conflicto entre el trabajo y el capital tienen en nuestra sociedad.
En este sentido (¿heterodoxo?), podemos rescatar las palabras de nuestro compatriota Eduardo Grüner, quien hace algunos años planteó algo similar. Dijo –en pleno avance de las ideas conservadoras en el mundo tras de la caída del Muro de Berlín– que había que redefinir tanto la teoría como las prácticas que bregaban por la transformación; que ya no se trataba de el socialismo, de el Estado, de el proletariado, sino de una “puesta en cuestión” de esas identidades “monolíticas, tributarias de un pensamiento maniquéo y perezoso”. De todos modos, insistía –insistimos– esta “puesta en cuestión” puede hacerse, aun, desde el interior de un pensamiento marxista que se encuentra (asimismo) en una permanente reconstrucción de su identidad. Porque esa es una de sus virtudes: ser, en el campo de las ciencias sociales, uno de los pocos pensamientos capaces de “ponerse en crisis desde su interior”, recogiendo y reprocesando otros (y valiosos) discursos “exteriores”. Como también señala Grüner, pero en otro lado, el marxismo, por sí sólo, no basta para pensar la historia. El mejor marxismo lo supo siempre. El mejor marxismo –los mejores marxismos, puesto que hay tantos– nunca fueron solamente marxismos”.
En fin: por todo esto es que Sartre continúa siendo una figura clave para repensar las posibilidades de labor intelectual, de izquierda, que apuesten a revolucionar la sociedad. Una figura como la de él puede ser criticada, entre tantas otras cosas, por su excesiva exageración del rol individual, aunque no por su actitud prolífica. Dan cuenta de ello los 10 tomos de Situaciones, publicados entre 1947 y 1976; sus 10 obras teatrales; su novela La Náusea y los 3 tomos (4, si le sumamos el casi inayable “Una extraña amistad”) de Los caminos de la libertad; sus cuentos reunidos en El muro; sus guiones cinematográficos La suerte está echada, El engranaje y el bosquejo sobre la vida y obra de Sigmund Freud; su autobiografía Las palabras; sus obras filosóficas El ser y la nada, y los dos tomos de su Crítica de la razón dialéctica (por nombrar las de mayor renombre); sus textos de crítica literaria como Baudelaire, Jean Genet, comediante o mártir, El idiota de la familia o las notas y entrevistas reunidas en el volumen titulado Un teatro de situaciones; sus conferencias como El existencialismo es un humanismo; sumado a su activismo político (que va desde sus tareas en el marco de la resistencia ante la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial, hasta sus vínculos con los mao en los 70, pasando por sus alianzas y rupturas con los comunistas franceses, según las circunstancias) y su permanente labor periodística, cuyo símbolo emblemático fue la revista mensual Les temps modernes.
Esta laboral prolífica y multi (o trans) disciplinaria, de la cual Sartre ha sido un ejemplo emblemático, se torna hoy central, sobre todo a la hora de pensar las tareas para una Nueva Generación Intelectual.

* Kamchatka, Nietzsche, Freud, Arlt. Ensayos sobre política y cultura (Alción, Córdoba, 2013).
* Ensayista y periodista. @PachecoenMarcha.


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