sábado, 18 de enero de 2014

Los Santillán
primer capítulo de
Darío Santillán. El militante que puso el cuerpo
(Ariel Hendler, Mariano Pacheco, Juan Rey-Planeta, 2012)


Hoy cumpliría 33 años


Fotografía inédita, archivo familiar. Darío, en su casa de Don Orione, Claypole (Almirante Brown), en un festejo de su cumpleaños

Estaban nerviosos aquella noche del sábado 17 de enero de 1981, cuando salieron de la casa en la que vivían en Don Torcuato para caminar unas cuadras hasta la ruta 202 y tomarse el colectivo de la línea 1. Luis Alberto Santillán y su esposa Mercedes Isabel Castillo tenían por entonces un solo hijo, y vivían de prestado en la casa de un familiar. Tampoco tenían auto, algo que no estaba entre sus prioridades de ese momento, aunque sintieron su falta esa noche, mientras viajaban en el colectivo al Hospital Posadas, en Haedo. Estaban nerviosos cuando se bajaron y empezaron a caminar por la avenida Rivadavia. Mercedes comenzó entonces con los fuertes dolores de las contracciones. Estaba dentro del período indicado para el nacimiento de su nuevo hijo, que, si era varón —pensó Mercedes—, se iba a llamar Gabriel, como el arcángel.
Cuando Mercedes entró a la sala de preparto, y Alberto se quedó sentado en la otra sala, en la de espera, sintió que los nervios comenzaban a devorárselo por dentro. No era para menos, teniendo en cuenta el “susto bárbaro” que se había pegado durante el otro parto, dos años antes, el 2 de abril de 1979, cuando nació el primer hijo, Javier Norberto —llamado así en homenaje al futbolista Norberto Alonso—, con su cabeza tan ovalada que le hizo recordar al petiso Biturro, un compañero de colegio a quien cargaban precisamente porque tenía el cráneo de esa forma. “Claro, cuando después me explicaron que al bebé se le pone así la cabeza porque sale con mucho esfuerzo, pero que después se le acomoda, me quedé más tranquilo”, cuenta Alberto más de treinta años después. Pero en aquel momento se había preguntado cómo debía haber nacido Biturro, si de grande todavía tenía la cabeza así. Ahora, esos recuerdos le hicieron olvidar la preocupación por la tardanza en nacer de su segundo hijo. Pero fue sólo por un momento, porque cuando levantó la vista del suelo pudo ver a una enfermera que se acercaba hacia él con cara de preocupación.

“—¿Señor Santillán? —le dijo.
—Sí.
—Su esposa no dilata, necesito que me firme el consentimiento para iniciar la cesárea.”

Alberto miró la hoja y, temblando, la firmó sin leerla. No había tiempo. Tenía miedo. Sintió una angustia profunda. Sin mirar siquiera por dónde caminaba, se alejó unos metros y se refugió en el descanso de una escalera. Lloró de miedo, de angustia, de incertidumbre. Porque, si bien ya había sido padre, no había pasado aún por la experiencia de una cesárea. “Una cirugía, al fin y al cabo.” Unas horas más tarde, junto con la alegría de constatar que su segundo hijo había nacido sano y salvo, pudo ver que además tenía una cabeza normal. Al parecer, la cesárea le había evitado el esfuerzo. Mercedes insistía en que se llamara Gabriel, por su fuerte arraigo a la fe cristiana; pero Alberto, que también era creyente, se aferró a los viejos acuerdos construidos en la pareja: si era mujer, ella iba a elegir el nombre para que no hubiera suspicacias sobre si él elegía el nombre de alguna otra mujer que había conocido, o algo por el estilo; pero si era varón, era él, como padre, el que lo iba a elegir. Y así fue. El bebé se llamó Darío, simplemente porque le gustaba, y como segundo nombre Alberto, como él.


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